Cuando era niña recuerdo a mi padre tomando fotografías con una cámara compacta canon, de arriba para abajo. Foto aquí y allá, incluso recuerdo yo misma tomar la cámara para ver a través de ella, creo que incluso llegué a tomarle alguna foto a mi papá.
La cámara era un accesorio más, natural y cotidiano. Sin mucho fin más que llenar álbumes apilados entre los cajones del apartamento. Así que no le prestaba mucha atención si les soy sincera. Era como un invitado más que siempre estaba allí. Cuando tuve mi primer celular con cámara ya había pasado Myspace y los blogs de fotografías, ya eran los primeros años de Instagram y Facebook se había convertido ahora en el lugar virtual en el cual podríamos apilar álbumes cómodamente, ya que no ocupan espacio físico.
Personalmente, estaba influenciada por lo que veía en las redes, me cuestionaba constantemente sobre a qué debía tomarle fotos, ¿fotos de la comida?, ¿Del plato lleno o vacío?, ¿tendría que tomarme selfis y decir frases cortas sobre mi situación personal?, ¿así me tengo que tomar una selfi? Sin embargo, entre lo que jugaba con la cámara, me encontraba atraída a las fotos movidas y borrosas, aquellas que parecían mal tomadas, o los atardeceres, las sombras.
Luego de unos años, tuve un novio que tenía acceso a una cámara semiprofesional, recuerdo verlo con admiración, a él y a la cámara y a cualquiera que la sostuviera. Era mágico, poderoso. Quería tomar fotos, pero me daba terror dañar algo, dejarla caer y causar problemas. Así que me dedicaba a observar con deseo y dejarlo pasar.
Después, mi propia hermana decidió estudiar fotografía. Era valiente. Yo ya estaba estudiando literatura, y tenía crisis nerviosas cada semestre porque odiaba la carrera, pero no podía atreverme a hacer lo que yo quería, debía ser responsable, sería infantil, arriesgado hacer otra cosa, convertirme en alguien que no es capaz de terminar algo… La música, el arte, era para elegidos ($$$$).
De todas maneras, cuando estaba por la mitad de mi carrera, es decir, el quinto o cuarto ataque nervioso, decidí parar por un semestre. En ese semestre me preparé para entrar a los dos años de preparación para la carrera de música en la ASAB (Academia superior de Artes de Bogotá). Quería estudiar algún instrumento, pero el único que sabía usar de verdad era la voz. Así que me preparé para las pruebas de canto. Di absolutamente todo. Tomé clases de piano y canto, aprendí a tocar mil escalas y preparé las canciones necesarias, solo para quedar en el séptimo lugar.
Solo admitían a cinco personas, las dos que seguíamos éramos opcionales, es decir, si teníamos suerte de que alguna persona abandonase su cupo, seríamos admitidas.
Yo he estado devastada en mi vida muchas veces, pero ese día sentí como dios se burlaba de mí. Eres buena, pero no lo suficiente. Estuviste cerca, pero no te esforzaste lo suficiente. No eres suficiente para absolutamente nada. Lastimosamente, piensas así cuando nadie en tu infancia te enseña que cometer errores es natural y que la vida es un proceso de aprendizaje constante, en cambio, te enseñan que dios abre los caminos que son para ti y si es su voluntad, se darán las cosas en tu vida.
Si bien, ya venía en una depresión profunda, esto solamente me hizo renunciar a las ganas de hacer cualquier cosa con mi vida.
Así que volví a la universidad, a leer libros como si no hubiese mañana y dispuesta a dar las respuestas que me pidieran los profesores. Intentar escribir los ensayos que fuese lo más lejos a la impresionista que podía ser, porque no había espacio para hablar de impresiones o sensaciones en la crítica correcta. Me até las manos, apreté una venda por las costillas rotas, y me senté a leer y escribir.
No me arrepiento de volver a terminar la carrera, sé escribir hoy a mi forma gracias a ella, sé leer, analizar e interpretar de una manera que encuentro exquisita y placentera. Pero, aprender con tanto dolor en el pecho, no es nada bueno para tu cerebro, ni para tu formación como ser humano.
Así que, antes de hacer mi tesis, ya año después de esta enorme desilusión, mi novio de ese entonces decide irse a Argentina a hacer una maestría. Yo por alguna razón sentía que mi única acción posible era irme con él, para seguir con él y la vida que, al parecer, una parte de mí había planeado. ¿Qué maestrías había?, ¿qué quería hacer yo? No quería quedarme en Colombia para ser docente, para corregir y leer mil libros más, no quería leer más en la vida.
Quería cocinar, tal vez, o hacer cualquier otra cosa. Fue cuando dije, bueno, amo el cine, me encantaría hacer películas. Me vine a estudiar cine, supuestamente, ya sabía de letras, había dedicado mi tesis al estudio de teatro, podría estudiar guion. Dedicarme a crear, no a criticar.
El ímpetu que se tiene al principio de la veintena es increíble. Incluso yo, que no tenía deseo alguno de hacer algo, logré irme del país (Digamos, la voluntad de dios allanó los caminos). Casi de capricho, huyendo de una realidad que no quería afrontar: la del trabajar como adulto, quería pasar la vida aprendiendo cosas, así que vi la ventana y salté por ella.
Tengo mil y un detalles que no estoy compartiendo acá, pero es importante que sepan que alguien que vivió su vida encerrada dentro de su propia mente, tomando decisiones porque parecía que se daban las vainas, por la voluntad de dios casi, sin meditar ni planear, había logrado aprender algo muy valioso y algo de lo que tampoco era consciente en ese entonces: la capacidad de observar. No sabía vivir, pero sabía ver.
En Argentina, la vida misma me pasó por encima como un tren. No podía evadir las responsabilidades, ni podía controlar el comportamiento de quienes estaban conmigo. Lo único que sí tenía, que sí podía hacer en medio de los momentos de quietud mental o absoluta disociación, era ver y por ende, tomar fotografías. Todo eso que veía y me llamaba la atención.
Poco a poco empecé a llenar las memorias y carpetas en mi computadora. Apilando álbumes ahora en mi propio espacio. Las personas que visitaban la casa, las calles, los árboles, el cielo al atardecer, gatos, y fotos de mí misma, mi sombra, mi reflejo. Empecé a compartirlas, sin intención alguna. Era un atlas, un mapa que estaba creando: Esto es Argentina, esta soy yo en Argentina, esto es Bogotá en Argentina, esto es gente.
Tener la cámara conmigo se convertía en un escudo, estaba yo con mi cámara. Sola por las calles, en las reuniones con gente que no conocía, observando y tomando fotos. No tenía que hablar, no tenía que hacer mucho. Era lo único que tenía sentido en ese entonces. Tomar fotos de aquello que quisiera, cómo quisiera, fotos para hallarme, para ver las personas que podían vivir y ser, tal vez así podría descubrir cómo era que se podía vivir.
Así que desde diciembre del 2016 hasta abril del 2017 solo usaba una cámara Sony digital y la cámara del celular que estaba usando. Me había mudado a principios de noviembre a una casa de Federico García Lorca, en Caballito. Vivía con varias personas y tomaba fotos mientras preparaba el examen de la ENERC - examen al que también llegué al último punto, y no quedé - y vivíamos en la casa, buscaba trabajo y extrañaba a mi familia.
Le tomaba fotos a todos quienes iban a la casa, como si fuese un evento cada visita. Les tomaba fotos a quienes vivían conmigo, mientras cocinaban, comían, vivían, tomaba fotos en las calles, a la luz y las sombras. Armaba poco a poco un mapa mental de Buenos Aires para mí. De ese pequeño y tímido archivo, sale mi primera exposición: Lo Cotidiano.
Esta exposición es un regalo novedoso de las circunstancias. Resulta que entre el grupo de las personas que vivían en la casa había un chico, colombiano, enamorado de los eventos y las fiestas electrónicas. Sin miedo a nada quería empezar su propia fiesta, la Ferðast - creo que sigue hoy como fiesta del under en Buenos Aires -, pero ese germen fue una feria en la misma casa en la que vivíamos, sin permiso alguno. Preparamos comida entre varios de la casa, yo tenía mi exposición, quienes bailaban, se iban a presentar, había un poco de todo y un mundo de gente que fue. Yo imprimí más o menos 15 fotografías, no recuerdo bien. Sé que antes de pegarlas, escribí versos detrás de ellas y las pegué a mi gusto, como creí que se veían bien. Y me dediqué a tomar fotos del evento.
Aquí les dejo esas fotografías borrosas, con ruido, llenas del afecto que les tenía a esas personas, la admiración que me generaban, el cariño y el deseo.
















No tenía idea en qué me estaba metiendo, ni lo que había descubierto con la cámara. Ni siquiera era consciente de que estaba descubriendo la capacidad de ver y observar, ni que estaba descubriendo qué me llamaba la atención observar. Eso es algo que puedo decir hoy al recordar. La fotografía no solo me permitió conocerme, sino que de a pocos me ha mostrado que habito un mundo, estoy rodeada de personas, e incluso, soy una de ellas. Si bien, la escritura se había convertido en los muros tras los cuales me había encerrado, la fotografía fue y es la única manera en la que podía escapar de ellos.